Su mentor es José Mauro Giordano, de quien podría decirse que es pionero de los carruseles en Córdoba. En 1970, instaló el primero.
Sólo ellos lo saben; en sus pequeños corazones están bien guardadas las llaves de una fascinación única, intransferible. Tanto que no la pueden contar: todavía no conocen las palabras que puedan describir sus emociones en torbellino, y cuando las conozcan, acaso el sentimiento ya se haya extraviado, o se
haya vuelto impreciso, casi esquivo.
Es cosa de niños, sí, quizá no hay manera de entender tanta intensidad si no se tienen los ojos nuevos para ver con asombro y empecinada ilusión las cosas del mundo, en esa versión mínima que tenemos alrededor de la mirada, pero que siempre nos da la certeza de que estamos frente a la gran invención: la vida.
Uno puede pedir permiso, treparse, sentarse en el mateo en miniatura y girar, girar, girar… Eso es: dar vueltas, viajar a ninguna parte, andar para quedarse acá, en el mismo lugar, en el mismo instante, casi.
Y mientras la Marcha de Osías (la del osito en mameluco, de María Elena Walsh) trae noticias de aquella lejana ensoñación con fondo de fritura de vinilo, por la traza de los caballos que viajan adelante, se entiende con claridad que hay una cuestión de tamaño: desde la estatura de la infancia, las cosas, la distancia, la perspectiva se ven inmensas; y lo pequeño se vuelve compañero; nada de lo que sea objeto no tiene derecho a la vida.
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